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Lo vi a través de
la bruma de la noche, en el estudio de baile en el cual practicaba. Allí estaba
ensimismado en sus pensamientos, dictándole a su cuerpo la próxima pieza
musical que bailaría. Movía sus caderas tenuemente, casi de manera
imperceptible y yo lo miraba sin que él me viera, estudiándolo como leona a la
gacela; él tentándome sin saberlo con su ingenua ausencia a su entorno. Sigilosamente
me le acerqué sin que él se diera cuenta. Lo seguí con la mirada mientras mi
boca se hacía agua al igual que mi entrepierna. Mordí mis labios saboreándome temprano
el momento de mi victoria sobre él, el momento en el que acecharía y pondría mis
manos, mis uñas, mi lengua y mis dientes sobre su piel sutilmente cubierta por
el rocío de su sudor. Sentí cómo se me hinchaba el sexo, cosquilleándome de
doloroso placer por la lujuria de tenerlo que se agrandaba más y más con cada
paso. Finalmente lo sorprendí en un susto callado que hizo temblar su cuerpo y
abruptamente poner su mirada sobre mí. Vio en mi mirada que quería el abrazo de
su baile, el baile que comenzaría con la ropa puesta y terminaría con los dos
en el infierno de ser uno, él dentro de mí y yo estallando incesantemente en él,
sin compasión. Comenzamos a mover nuestros cuerpos con las miradas clavadas en
nuestros ojos los cuales veían más allá de la música. Soezmente, le recorrí el
cuerpo con mis dedos hasta que toqué la protuberancia de su pantalón hinchado y
dejó salir un gemido como si le doliera el alma. Le apreté su erección fuertemente
para que supiera que a eso venía y que lo quería ahora. Me atacó salvajemente, halándome
el pelo y clavando su boca en la mía, mientras me rasgó el vestido con la
desesperada impaciencia del deseo que ya no podía contener. Se comió mis senos
con hambre siniestra, mordió mi piel en su descenso hacia mi fruta jugosa y me merendó
con ansias hasta que me derramé en su cara. Con una sonrisa mojada de mí, me
miró desde mi entrepierna y subió de súbito para mostrarme su filosa arma
carnosa y dura, la cual metí a mi boca para tragarme hasta el último centímetro
de su ser. Sus gruñidos y maldiciones me hicieron degustar su miembro duro aún
más hasta que tiró de mi pelo para arrancarse de mi boca solo para ponerme en posición
que le permitiera entrar en mí sin piedad. Su entrada fue gloriosa y cada golpe
me hacía estallar en centellas mojadas que lo recorrían todo, como tributarios
de un riachuelo sin cauce en su piel. Intercambiamos todos nuestros fluidos en
besos, mordidas, mis corridas y la de él y unimos nuestras voces en los gritos
del clímax al que llegamos juntos. Al ritmo de nuestra respiración agitada
tocaba el tango. Y al ritmo del tango sucumbimos al éxtasis.